Antonio Cilloniz de la Guerra

M. Pilar García Madrazo

Un libro de transición y de ruptura (Prólogo a "Verso vulgar")

El primero de diciembre de 1965, Antonio Cillóniz participa en un recital poético del Colegio Mayor Pío XII. Tras el debate que allí se entabla, Cillóniz se replantea su lírica escrita hasta el momento y decide revisar en profundidad su poética. Los poemas concebidos a partir de esta fecha, durante 1966 y 1967, van a constituir su primer libro Verso vulgar (1967), compuesto en la actualidad, tras sucesivos retoques, por sesenta poemas.
El título y el lema que encabezan la obra presentan ya, desde la primera página, dos peculiaridades que serán constante en su lírica. De una parte, el título Verso vulgar, quiere decir verso para el vulgo, dirigido al pueblo: verso social, de compromiso humano, escrito desde la calle. De otra parte, el lacónico lema que le sirve de portada, proveniente, según nos dice, del antiguo pueblo peul: "El hombre paciente sigue cociendo una piedra hasta que bebe su caldo", anuncia la importancia que en toda su obra van a tener el tiempo, la imperturbabilidad de la naturaleza –y en ella, el hombre– y el gusto del escritor por el enunciado hermético y de símbolos que han de ser desvelados.
Antonio Cillóniz ha llegado a España en 1961. desde la instalación en su pueblo, el Perú, en una clase social acomodada, en una familia tradicional, en una educación refinada y católica, en un proyecto de vida pensado para él, Cillóniz va a desinstalarse progresivamente en todo. César Vallejo, solidario insobornable del sufrimiento humano, y Javier Heraud, líder de los jóvenes peruanos, impresionan la sensibilidad de nuestro autor, que se lanza, como ellos, al inconformismo radical contra toda forma de injusticia humana y a favor de la libertad.
Los años sesenta Cillóniz los vive en Madrid, leyendo, estudiando, dando recitales y escribiendo versos. Y por primera vez toma conciencia de lo que significa ser poeta en la calle, ser defensor de la libertad en la dictadura franquista: su verso lo convierte en arma: "Tengo entre mis manos/ un hacha/ que pulso con dos dedos./ Con ella soy/ un hacha/ yo también". La máquina de escribir es el hacha revolucionaria, como el papel, el verso y la pluma lo serán en otros lugares de su obra: "Repartí mis páginas/ en blanco/ entre los jóvenes/ que incendiaron/ la ciudad". "Yo no alcanzaré a verlo/ pero un verso apenas bastará". "Así el primer bolígrafo/ en la adolescencia/ de bola mágica". Su poema "Es momento" representa muy bien el estado de ánimo y la actitud del escritor en esta hora. El camino emprendido va a ser quitar máscaras, desmitificar, contestar y denunciar. Las palabras más amadas: verdad y libertad. El sentimiento más hondamente vivido: desasosiego. El ritmo: emotivo, romántico.
El poeta evoca la Revolución Rusa, reutilizando las palabras de Antonio Machado y Blas de Otero: "...en el otoño/ de la primavera que vino y se fue./ Me sonreía y todo/ para despertar y ver/ que no amanece nunca tal/ como en los sueños". En el poema "Con la misma moneda" desenmascara a Franco, como señor de la guerra y de la muerte. En un juego de símbolos, en el que el cóndor representa al Perú, cuya moneda es el sol, y el águila a los EE.UU., cuya moneda es el dólar, sobre una escena de la Biblia en la que vemos a Cristo pidiendo una moneda (Denme un dólar), la guerra, la muerte (abatir un hombre) se cierne sobre la paz (el vuelo/ de una paloma) con unos protagonistas: los hombres de Franco (los llamados/ francotiradores).
El canto a la libertad viene y va a lo largo del libro: "Qué fácil es/ poner una palabra/ en el lugar de nuestra angustia". Y más adelante: "Cuándo podré por fin/ escribir tu secreto nombre,/ palabra amada". La palabra, en ambos casos, es libertad.
Una situación así, vivida desde la responsabilidad social y comprometida del poeta, en un nuevo país y una nueva circunstancia, le obliga a buscar una reorientación, a indagar quién es en realidad, a buscarse dentro de su piel y a responderse qué está haciendo, qué es poesía y cuál, el oficio literario. "En busca de sí mismo" debería llamarse "He oído cientos de canciones". A la poesía y al oficio de escribir dedica sus palabras mejores: "En aras de necesidad", "Por lo común" o "Entre realidades...".
Frente a la temporalidad del mundo, se alza la intemporalidad de la literatura, pero ésta debe ser un arma limpia, un «alma pura», sin zarandajas ni cascabeles ni adornos. «Si tuviera un hacha/ la acostumbraría/ a mis manos./ Por fin mi casa/ no tendría chimenea./ La dejaría abandonada,/ convertida en vertedero./ Para marcharme/ a lo que pensaban/ que era lo más remoto/ pensar./ Dejando en pie todos los árboles./ Sería/ el más feliz/ de los leñadores». Y más adelante insiste en la misma idea con otra imagen: «Hasta el día en que cansado/ dejé/ el maletín/ con el corazón/ de hojalata/ dentro./ Fue/ la más hermosa/ de todas mis traiciones».
La fórmula directa y personal de enfrentarse al lector, cara a cara, encaja con este espíritu purificador, podador y despojador de lo superfluo, que se tira a la calle, a pecho descubierto, con el ánimo de pasarse la vida de la gente por el corazón y hablar desde esa perspectiva, en verso libre o en prosa: «Señoras y señores, vengan/ aquí, me van a oír/ mejor,/ quien se pierda/mi rastro/que busque/la huella de un 42». Y el reproche a las estéticas preciosistas y artificiosas, que prescinden del drama humano, no se hace esperar: «Títere de papel/obra de mano/ en mano, pasa/ en forma de poema, actúa/ su personaje, dice,/ cita, improvisa, imita,/ calla,/ en el fondo, vive/ del escenario, corre,/ salta, a la realidad/ cae el muñeco, cuando baja/ el telón, corta sus hilos./ Ese es su fin./ Lo aplaudo». O también: «Hombres de letras/ no está nada bien/ que anden pidiéndome poemas bellos,/ pues prefiero una historia aburrida/a una pausa de pensamiento». Donde se declara admirador del humanismo de Chejov y rechaza el prerrafaelismo virtuoso de Rossetti, como cualquier culturalismo estético.
En Verso vulgar hallamos ya una visión del mundo apocalíptica, la vida concebida como catástrofe, en la que el hombre, indefenso, se enfrenta en desventaja al destino y a los demás hombres –infierno en la Tierra–, sobre el telón de fondo de la muerte. Siempre en la lírica de Cillóniz va a tener la muerte la última palabra. El hombre es un lobo para el hombre y la vida, una selva. El sentido dramático del fluir de la vida es tan totalizante, que deja poco resquicio para el amor, la ternura, la alegría, la belleza. Importan más, como van a importar siempre en su obra, la verdad, la libertad, el dolor, la ética. La belleza se va a buscar por caminos intelectuales y formales: en la elaboración de unos versos rigurosos, desnudos, de gran condensación conceptual y emoción contenida, distribuidos gráficamente como un plano de arquitecto, que se ofrecen como dardos al lector, cargados de intención, ágiles y escurridizos. Porque la lírica del autor de Verso vulgar, inmersa en el claroscuro de la vida, de la que procede, y con hondas raíces, bien nutridas por muchas y bien meditadas fuentes (lo grecolatino, lo sapiencial medieval, Juan Ruiz, Quevedo, Rimbaud, Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Vallejo, Huidobro, Blas de Otero, Brecht, Maiakovski, Aragón) contempla, a dos vertientes, con un pie en cada continente y perspectiva de puente alzado entre dos culturas, la historia del hombre. Con esta historia, de aquel y de este lado del Atlántico, la pequeña del pueblo que vive a ras de tierra, y la grande, escrita en las enciclopedias, el poeta confecciona distintos «flashes» que le sirven para concretar su pensamiento vivido, experienciado, casi siempre desde la ironía, en tono de parodia y final demoledor: «Por bulevares/ con urinarios subterráneos/ pasé/ y pude comprobar/ que las raíces de la ciudad/ están abajo/ menos podridas/ que los cimientos/ de la superficie».
Un vaivén total de fuerzas se establece en una lírica sorprendente, en que se mueve todo: las ideas, las imágenes, las técnicas expresivas (narración, descripción, diálogo directo, exposición, reflexión, prosaísmo, drama) y los elementos del verso distribuidos gráficamente de tal suerte, que por su naturaleza generalmente dilógica, ofrecen varias lecturas: «En medio de todo [dilogía]/ si alguna vez se ve que bajo [verbo y preposición]/ la cabeza/ piensa otra razón».
Cada contenido exige su propia expresión y siendo los versos el instrumento dialéctico del poeta con la realidad, nuevas ideas e intuiciones lo impulsan a experimentar nuevas formas. Unas veces se vale del lenguaje narrativo en prosa, sentencioso y doctrinal, de los exempla medievales: «Dijo el tirano: Al que nada tiene no lo asaltan. Y el oprimido, asestándole una puñalada en el corazón, gritó: Al que está muerto no le apremia ya la muerte». Otras, las más, con un lenguaje equívoco, ambivalente y desorientador, el poeta nos lleva a la sensación de vivir entre la realidad y el sueño, a la certeza única de la inseguridad de todo lo seguro: «Ebrio de felicidad, bebo todo el vino que al paso del Ecuador se tuerce. Y veo mi imagen tambalearse bajo las estrellas sobre el cauce de un río. Así, retengo el agua que fluye y que me lleva». Los poemas llegan a convertirse en signos icónicos, imágenes dibujadas para ser vistas y para ser al mismo tiempo descodificadas, como en «...Reflejo del viento». Y, casi siempre, el poeta mete en su juego terrible al lector, llevándolo, mediante un sutil y perverso proceso conceptual, intenso e implacable, a una pirueta trágica de corte esperpéntico: «De modo que tú solo puedes tocar el tambor, le dijeron./ Así es. Yo solo puedo tocar el tambor, respondió./ Y le confiaron el tambor/ del pelotón que lo fusiló».
El amor, la esperanza, el sentido trascendente de lo religioso no son, en Verso vulgar, el hogar del hombre. Con el título «Naturaleza viva», harto significativo, nos habla del ningún valor social del amor: «En las ciudades/ no hacen monumentos/ a los amantes./ Ni en los recodos de las casas/ ni en los callejones/ se les ve». La esperanza sólo entra en Verso vulgar por una vía: la de la inmarcesibilidad de la literatura, expresada a través de una experiencia vivida: los ciclos de la naturaleza, en los que se inscribe la vida humana: «He tardado en hacer/ los poemas de ese libro/ mucho tiempo,/ exactamente/ el tiempo./ Como el que siembra un árbol/ y lo cultiva,/ como el que lo poda en el otoño/ y después/ lo tala y lanza al río,/ como el que lo deja a la intemperie/ y más tarde lo almacena,/ como el que lo compra/ y después lo vende,/ como el que lo vuelve a comprar/ otra vez para venderlo,/ como el que lo corta en el aserradero/ y después lo quema./ Pero un día/ volveremos a encontrar el árbol/ en el jardín/ florecido». La presencia del árbol en el jardín florecido o del árbol florecido en el jardín (efecto mágico, juego dilógico sobre el encabalgamiento) nos trae con cada primavera la sorpresa de la vida. Hay que esperar. La esperanza habita en las entrañas del tiempo. Esta es la clave del enigma del proverbio peul que encabeza el libro: el tiempo concederá al hombre paciente beber el caldo de su piedra en un amanecer de primavera. La naturaleza nos enseña el ritmo de la paciencia: todo es cuestión de tiempo y de constancia. La esperanza, negada abiertamente, reposa (como los guerreros dentro del caballo de Troya) en el interior de una lírica que declara estar dispuesta a saber esperar.
Si hemos de atenernos al criterio de José Miguel Oviedo y de Ricardo Falla sobre la «Generación del 70» , calificada como generación de ruptura (posición socialista, contacto con la realidad, tono atrabiliario y provocador, intensidad comunicativa, lenguaje narrativo, y directo, etc.), Verso vulgar encabeza la lírica de esta Generación, pues supone una ruptura en todos los órdenes: referencial, ideológico y estético. La realidad es asumida por el poeta, pero se produce frente a su propia historia, cultura y vida personal una rebelión total, dentro de un tono intenso y un gesto contenido, que convierte su verso en un arma arrojadiza. Esta poesía descarnada, esencial y sintética, así nacida, lineal en superficie, pero preñada de significados múltiples y agresivos, inscrita en la Posmodernidad del Viejo Continente, tiene, desde luego, su propio sello. Cillóniz forja sus versos, como el herrero en el yunque, palabra a palabra, para expresar limpiamente, con un dolor airado, la tragedia del hombre atrapado en la vida. Como estrategia textual, el poeta atrae la participación directa del lector, en un esfuerzo por que éste sea copartícipe de creación con él, pero, a diferencia de otros que rechazan parte de la historia o de la literatura tradicional, Antonio Cillóniz asume, como hijo de dos mundos, sus dos historias y toda su literatura. El gusto por lo no cultural, por lo prístino, lo indígena, lo ancestral y primitivo, se une en el poeta a un intenso amor por lo cultural, lo histórico, vivido y revivido en sus libros, en diálogo constante con la tradición histórica y literaria. Su verso, incisivo y sorprendente, expresa la realidad interior de un ser humano consciente, avisado y comprometido, por vocación, con su mundo y con su gente.
Verso vulgar es un libro de transición y de ruptura: un libro de búsqueda y de crecimiento, en el que se vierten preocupaciones biográficas del poeta –personales, poéticas, sociales– hoy superadas. Mas en Verso vulgar las vigas maestras de su poética están ya en pie, y en él suenan, claramente definidas, las constantes temáticas y formales que, posteriormente, volveremos a escuchar, con una u otra orquestación, a lo largo de La constancia del tiempo.

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